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Roberto Rodríguez Gómez

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El asedio a la autonomía universitaria

Rodríguez-Gómez, R. (octubre 28, 2021). El asedio a la autonomía universitaria. Suplemento Campus Milenio. Núm. 922, pp. 2021-10-28

El autogobierno de las casas de estudio ha representado en varias ocasiones una figura incómoda al régimen

En estos días, desde el foro presidencial, se ha insistido en el carácter conservador de las universidades autónomas. El presidente Andrés Manuel López Obrador ha criticado a la UNAM por haber asumido, según él, la perspectiva del “neoliberalismo”, debilitando con ello la posibilidad de contar con profesionistas, especialmente en disciplinas de las ciencias sociales, afines a la transformación que su gobierno sostiene. No es, por cierto, la primera vez que un discurso de esa naturaleza cobra forma en la esfera del poder: la autonomía universitaria ha sido, en más de una ocasión, una figura incómoda al régimen. Recordemos el conflicto entre el Estado y la Universidad Nacional en la década de los treinta del siglo XX. Lo ocurrido en aquella etapa hace recordar el movimiento del presente y nos advierte de sus consecuencias.

La construcción de la autonomía

La primera autonomía de la Universidad Nacional fue conseguida en 1929, en el gobierno de Emilio Portes Gil (1928-1930). Ésta se plasmó en una ley orgánica, la primera de la institución, que ampliaba el margen en materia de gestión académica y administrativa, aunque conservaba la injerencia del ejecutivo en el nombramiento de rector y en el control del subsidio.

Alejandro Gómez Arias, figura central del movimiento autonomista, había declarado al iniciar la huelga estudiantil que: “el gobierno ha declarado que nuestro movimiento tiene un carácter político; rechazamos esa imputación y pedimos que se nos permita organizar la vida universitaria con sujeción a sus propias normas. La autodeterminación universitaria no es un ideal anárquico.”

Parecía resuelto el conflicto, pero el gobierno tenía otros planes. En el periodo de Pascual Ortiz Rubio (1930-1932) y durante el de Abelardo Rodríguez (1932-1934) fue tomando forma la iniciativa de un sistema educativo de orientación socialista. Los presidentes del maximato buscaban, originalmente, brindar sustento a los principios del laicismo, aunque el proyecto daría un giro de orientación socialista, incluso para la educación superior, por influjo de las ideas del secretario del ramo, Narciso Bassols, y por el activismo político de Vicente Lombardo Toledano.

Las autoridades de la Universidad Nacional manifestaron reservas a esa línea de política educativa, aunque estuvieron de acuerdo en que un debate se ventilara. El Congreso de Universitarios Mexicanos, que reunió a delegados estudiantiles, representantes de los profesores, rectores y autoridades gubernamentales de todo el país, se efectuó en la Universidad del 7 al 14 de septiembre de 1933. El primer punto a deliberar, de acuerdo a la agenda, se refería a los medios “para dar una orientación a la enseñanza universitaria que esté más acorde con el momento actual”.

Enese contexto se enfrentaron las posturas de Lombardo Toledano y Antonio Caso, por cierto, ambos representantes de la Universidad Nacional y célebres intelectuales del momento. El primero argumentaba por el enfoque socialista, el segundo por la libertad de cátedra. La polémica se trasladó, posteriormente, a la prensa y fue un debate central en la definición de las libertades académicas. En el marco del Congreso resultó vencedora la postura de Lombardo. Sin embargo, los acuerdos del mismo debían ser refrendados por órganos colegiados lo que, en el caso de la Universidad Nacional, no ocurrió. En cambio, se desencadenó un fuerte conflicto que desembocó, de nueva cuenta, en una huelga estudiantil y en un enfrentamiento de personajes y posiciones contrarias.

El 14 de octubre de 1933 el presidente Rodríguez declaró: “Juzgo que es necesario buscar la manera de que la Ley de la Institución permita de modo pleno el desarrollo de la vida universitaria con sus propios recursos, con sus propias orientaciones y bajo su exclusiva responsabilidad”. Al conocer la postura de presidencia, el rector Roberto Medellín Ostos (1932-1933) presentó su dimisión.

Un proyecto de ley orgánica fue preparado de inmediato. En éste se retiraba el término de “Nacional” a la institución y la obligación de subsidiarla. Se determinaba que el gobierno entregaría a la Universidad “el resto del año de 1933, hasta completar el subsidio establecido en el presupuesto de egresos vigente” y “una suma de diez millones de pesos” a ser entregados en un plazo de cuatro años. Finalmente se sentenciaba: “cubiertos los diez millones de pesos (…) la Universidad no recibirá más ayuda económica del gobierno federal”. El proyecto fue aprobado el 20 de octubre de ese año.

En esas condiciones, la Universidad Nacional vio amenazada su supervivencia. Los siguientes fueron años difíciles: a la precariedad económica se agregarían condiciones de inestabilidad política por el enfrentamiento de grupos. Sin embargo, la crisis tuvo salida. El nuevo régimen autonómico abrió posibilidades de organización académica sin interferencia del gobierno. En esos años se crearon las facultades de filosofía y letras y de ciencias. La primera integró a las escuelas de arquitectura, artes plásticas y música, así como la sección de filosofía y letras de la antigua Escuela Nacional de Altos Estudios. A la facultad de ciencias quedaron adscritos los institutos de biología, geología y geografía existentes, y los de matemáticas, física y química de nueva creación. En el área de sociales y humanidades se fundaron los institutos de investigaciones sociales (1930), investigaciones lingüísticas (1933) e investigaciones estéticas (1936).

La restauración

El proyecto académico de la Universidad en la segunda mitad de los treinta cobró impulso en virtud de la recomposición de relaciones entre la institución y el Estado en el gobierno del general Lázaro Cárdenas del Río (1934-1940), lo que fue posible en virtud de la elección de autoridades universitarias afines al proyecto del cardenismo: Luis Chico Goerne (1935-1934), Gustavo Baz Prada (1938-1940) y Mario de la Cueva (1940-1942). Además de integrar al Estatuto General de 1936 la perspectiva nacionalista del régimen, sin renuncia de autonomía académica y de gobierno interior, la Universidad apoyó la iniciativa del servicio social obligatorio, respaldó la expropiación petrolera y brindó facilidades para incorporar a científicos, humanistas y profesionales provenientes de la diáspora española. En 1938, el gobierno de Cárdenas incorporó al presupuesto un fondo federal a distribuir en las universidades del país, lo que incluyó a la Universidad Autónoma de México.

No obstante los avances conseguidos para la institucionalización de la vida universitaria, el conflicto interno persistió. El final del periodo del rector Rudolfo Brito Foucher (1942-1944) estuvo marcado por una crisis de gobernabilidad que fue resulta por la intervención del gobierno de Manuel Ávila Camacho (1940-1946) y mediante la iniciativa de formular una nueva normativa. El proyecto fue elaborado por una comisión de universitarios y posteriormente revisado por los órganos del Congreso. Al cabo, una nueva ley orgánica universitaria fue publicada en el diario oficial el 6 de enero de 1945.

En ella, se establecieron con precisión las características del régimen de autonomía. Además se restituyó a la Universidad el carácter de Nacional y se refrendó la actividad de investigación como parte de las funciones esenciales. Después, el Congreso Constituyente Universitario formuló y aprobó (febrero y marzo de 1945) un nuevo Estatuto General. La normativa derivada fijó, a partir de entonces, la distribución de las actividades de docencia e investigación conforme a un sistema de división de funciones, e instituyó las bases del gobierno universitario a través de autoridades unipersonales y colegiadas.

La autonomía de la ley de 1945 ha prevalecido hasta la fecha y fue refrendada, en 1980, por la reforma al artículo tercero constitucional, que dio garantía a las universidades autónomas para decidir sus planes y programas. En aquella ocasión reapareció, en voz del Partido Popular Socialista, la añeja inconformidad sobre el régimen autonómico: “La autonomía universitaria con el postulado de la libertad de cátedra, apoyará la vieja aspiración reaccionaria de hacerla degenerar en la llamada libertad de enseñanza, que es la contraposición de la esencia revolucionaria del Artículo Tercero Constitucional. Esta reforma al artículo tercero Constitucional abrirá la puerta para que las fuerzas conservadoras aceleren sus ataques al sistema educativo nacional conducido por el Estado”.

Con la creación de la Ciudad Universitaria en 1953 habría de cristalizar e instaurarse la plataforma de desarrollo de la universidad autónoma, a partir de entonces una universidad de investigación, con clara vocación y responsabilidad social, abierta al debate de teorías, perspectivas y enfoques en cada campo disciplinario y fortaleza cultural de la nación. ¿Ha estado exenta de críticas y debates sobre su forma de organización o sobre el contenido de los planes y programas de estudio? De ninguna manera. Pero ha sido una institución capaz de procesar diferencias sin menoscabo de su calidad de autónoma. Por el contrario, la autonomía ha sido la condición fundamental del cambio universitario.

En la mañanera del 25 de octubre el titular del ejecutivo recordó, entre otras anécdotas, el mitin al que acompañó al entonces candidato de la coalición Alianza por México, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, quien finalizó su discurso exclamando: “Que nunca, nunca más, se cierren los recintos universitarios al florecimiento y a la libre discusión de las ideas, condición y base fundamental de los derechos y las libertades de los mexicanos y de la humanidad.”

Para la libre discusión de las ideas es la autonomía. Es para eso.




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